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S E R Y E S T A R

EL FUEGO DEL CIELO... II

EL  FUEGO  DEL  CIELO... II

... Ay Alexis, mi Alexito, ni para qué te cuento que mientras escribo estas líneas y escucho las notas incisivas de “Shine on you crazy diamond” de Pink Floyd, la misma que oíamos aquella noche, sus brillos de manantial en el inicio, como de fantasía, los sintetizadores alucinantes, la guitarra como un dinamo electrizando los sentidos, el desquiciado ritmo de los drums, que marcaban el compás de nuestro amor y toda esa armonía que la hace de manera indiscutible la sinfonía de la intimidad por excelencia, la melodía más sensual que se le haya ocurrido a ser humano alguno, pienso con delirio en todas estas cosas que suelen pasarnos, en la soledad de los astros que cuelgan en el cielo, en la distancia imposible de Marte y la Luna, en qué estarás haciendo en este momento, si como a mí te ahogarán los suspiros, si por tu mente cruzará aunque sea por un segundo mi recuerdo, y abrigo en el corazón la esperanza de volverte a ver esta noche, tal vez mañana, todas las noches que me quedan de la vida, agotarla de dicha a tu lado y dejarme morir un poco cada día en tus brazos para que no haya duda de que la muerte no es tan mala como todos piensan.

 ¿Te acuerdas de aquella noche? Cómo no la vas a recordar, claro. Los dos salimos envueltos en las sábanas y nos asomamos al frío del patio, pero por fortuna ya todas las luces estaban apagadas; todas, menos las del cielo. Los televidentes dormían, quizá soñando con las tramas truculentas de los culebrones venezolanos, mexicanos y colombianos.
Una ráfaga de luz rojiza como un reflector se filtraba por sobre las paredes de la casa iluminando el patio. Salimos allí como un par de fantasmas y quedamos mudos cuando miramos al cielo: los dos astros estaban teñidos de una coloración naranja intensa y tan cerca el uno del otro que casi parecían tocarse.
—Ni pienses en irte a tu casa esta noche, mi vida —te dije. Vamos a dormir porque en el universo están pasando cosas extrañas y no quiero que te pase nada, por lo menos lejos de mí. Nos abrazamos y en el centro del patio la luz rojiza proyectada del cielo reflejó la sombra de una montaña de sábanas que luego se perdieron en la oscuridad de la noche.
Esa fue la última vez que nos vimos. Y esta es la hora que no puedo arrancar de la memoria de mi piel el contacto de tu cuerpo aquella noche llena de magia. Desde hacía días había notado en ti una marcada apatía por la vida, la desilusión de tus sueños cuando al terminar el bachillerato se te habían cerrado todas las puertas. A todo eso atribuía yo tu silencio, las prolongadas ausencias que muchas veces tus mentiras, aunque me parecieran tiernas, no alcanzaban a justificar.
Un día mientras te abrazaba, jugueteando encontré entre uno de tus bolsillos un panfleto que alcancé a intuir de qué se trataba pero me lo arrebataste aterrorizado sin dejármelo leer. “Me lo encontré por ahí” fue todo lo que pudiste decir ante mi mirada inquisidora, con un gesto que no admitía más preguntas.

Un tiempo después, cuando tu ausencia se había tornado insoportable y ya me sentía dispuesto a proceder como fuera, recurriendo incluso a la temeridad de ir a buscarte a tu casa si fuera necesario, aunque para mí eso fuera prohibido, me llegó una carta y una fotografía que derrumbaron en unos segundos mi vida. En aquella carta me contabas que habías tomado el camino de las armas y te hallabas en una selva remota, lejos, muy lejos de la ciudad, en un estado de renunciación y abandono que igual te daba el día o la noche, el calor o el frío, las palabras de tus compañeros o el silencio, si tenías que matar o llegaban a matarte. En la fotografía te veías altivo, las facciones duras, con el fusil preparado, las cananas cruzándote el pecho, y la cara embadurnada de pinturas que hacían juego con tu traje camuflado. Casi no podía reconocerte, sólo que en aquellos ojos no podía haber ni sombra de duda; podría identificarlos con su rasgo de soledad y tristeza incluso entre millones.

Desde aquel día sólo encuentro alivio mirando en las noches la bóveda inconmensurable del universo, sus distancias abismales y el lastre insalvable de mi impotencia; entonces entiendo que aquella noche tenías razón sobre lo erróneo de mi comparación; era como una premonición de la verdadera distancia que hoy nos separa, pero estoy convencido de que cualquier noche de estas nuestros ojos se encontrarán mirando la misma estrella, antes que alguno de los dos —o juntos—, muramos de amargura en la distancia.  

Original de otro dios del Ser y Estar:

Eriberto Martínez Martínez

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