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S E R Y E S T A R

EL FUEGO DEL CIELO... I

EL  FUEGO  DEL  CIELO... I ¿Te acuerdas de la noche cuando te llamé para que vieras el cielo? Estabas distraído viendo una de tus telenovelas favoritas —como siempre, la maldita televisión—, y saliste encandilado, pero cuando miraste arriba quedaste hechizado. No era para menos: la Luna, que estaba en creciente, se veía casi pegada a un lucero brillante que se imponía por encima de las otras estrellas. Por supuesto, los dos astros dominaban el espacio oscuro de la noche, y los dos, tú y yo, quedamos un momento embelesados viendo el espectáculo en silencio mientras el televisor tronaba adentro con el melodrama.

—¡Qué bacano!, dijiste en un tono de admiración con esa forma juvenil de decir las cosas que yo tanto adoro, como se acostumbra hablar en los barrios de nuestro sector; y yo que veía en tus ojos las dos lucecitas de los astros reflejadas te dije que te regalaba la noche, “te la regalo, la noche que en la ciudad nadie se detiene a ver; es tuya, seguro que nadie más está viendo esta belleza”. Luego me miraste y vi los ojos grandes, ya sin el brillo de los astros, las pestañas densas, el rostro sereno, tu rostro de formas armoniosas, bellas.

Los televidentes de la casa salieron a ver qué era lo que mirábamos; miraron al cielo curiosos y luego asombrados a nosotros: no podían creer que nos perdiéramos la fabulosa telenovela y en cambio nos entretuviéramos viendo algo tan insignificante. Para ellos sin duda era una tontería salirse de ver televisión al frío solamente para contemplar la noche. “Ahí estamos los dos, tú y yo brillando en amor por todo lo alto” te dije señalando al cielo cuando los de la casa volvieron a su programa. Miraste en silencio un rato más al cielo y luego volviéndote a mí con cierta picardía dijiste que la comparación era muy mala. Si los dos astros eran la Luna y posiblemente Marte, estarían a millones de kilómetros uno del otro; además uno era de género femenino y el otro masculino, luego no encajaba con la pretendida metáfora.

—Bueno, no le quites el encanto a la intención de mis palabras. Digamos que somos un par de astros solitarios que se acompañan el uno al otro en la soledad del universo, —te dije mientras te pellizcaba suavemente los cachetes. Nos sentamos en el piso del patio apoyando la espalda contra la pared para poder conversar en susurros mientras la mirada se perdía en el infinito.

Por aquellos días estabas trabajando en esa casa donde yo vivía y ese día habías estado pintando las paredes, de modo que en tu cabello quedaban algunas chispas de pintura blanca, lo mismo que unas pecas curiosas encima de la nariz y entre la barba que habías olvidado afeitarte unos tres días. Con la punta de la uña traté de raspar algunas de las pecas de la mejilla y de paso volví a ver las lucecitas reflejadas en los ojos que ni siquiera parpadeaban con el jugueteo de mis manos en tu cara.

Tras la jornada de trabajo todas las noches ibas a dormir a tu casa, pero siempre me esperaste para encontrarnos cuando yo volvía de mi trabajo, de modo que por cuenta de tu labor como pintor encontré una razón de peso para llegar temprano a casa: verte, aunque fuera por una hora. Encontrarte todavía con el overol y las manos untadas de pintura me llenaban de amor, porque antes, hasta no hace mucho sólo estaba acostumbrado a verte con el uniforme del colegio y las manos impecables, pero ahora no solo me inspirabas el amor de siempre sino un inmenso respeto por dedicarte a una ocupación útil. Recosté el brazo sobre tu espalda mientras con las yemas de los dedos te acariciaba los cabellos y te repetía una y otra vez Alexis, mi Alexis, mi barrigoncito hermoso. Claro, lo de “barrigoncito” era sólo un decir, porque la forma de tu vientre es, a mi modo de ver, perfecta. Enternecido recostaste la cabeza sobre mi hombro y de allí en adelante no sé cuánto tiempo estuvimos sin tiempo entregados a la contemplación de la noche, absorbidos por el intrincado laberinto del cosmos. Cuando sentimos el trasero entumecido por el frío del cemento fuimos a mi habitación y allí, sin luz, continuamos en la contemplación de la noche y nos entregamos a lo que Marte y la Luna no podían hacer según tus cálculos astronómicos por la distancia de millones de kilómetros, pero que según los mitos de las antiguas culturas sí se podía hacer.

—De modo que la metáfora de los astros es muy mala —te dije con cierto aire burlón. —Pues yo no sé, –proseguí– pero en tus ojos, incluso en la oscuridad continúo viéndolos, mucho más fulgurantes y junticos. Tú les hiciste el milagro de permitir que se amaran refugiados en tus ojos. ¡Mira cómo brillan, parecen fuego!

—Debe ser que se encienden con la energía de nosotros —dijiste con una voz apagada, casi de niño mimado. Luego cerraste los ojos y me quedé en tinieblas mientras dejaba vagar mis manos perdidas por los confines del universo de tu piel desnuda, sintiendo cada vibración de tus músculos cansados, cada oscilación de tu diafragma agitado, cada palpitar de tu pecho enloquecido como un animal prisionero. “Alexis, mi Alexito del alma” te susurraba con una hebra de voz entrecortada. Afuera en la calle un borracho gritaba cosas y cantaba canciones de cantina y decía “¡que viva el partido por la mitad!” –tal vez haciendo una burla a los politiqueros–, entonces tu vientre se agitaba por la risa y los dos reíamos de las estupideces del borracho y nos uníamos en un abrazo indisoluble que ya hubiera yo querido eternizar hasta la muerte. Abrí la cortina de mi alcoba y me asomé a la ventana a ver si podía desde allí todavía contemplar el cielo, pero las paredes del vecindario me lo impedían; sin embargo no podía salir del asombro al ver el resplandor que ardía arriba, como si el cosmos se estuviera incendiando. Adentro el incendio era más a fuego lento, alimentado por los leños de un amor reposado, sin los sobresaltos de la ansiedad propia de los amores casuales.

Tal vez no haya paisaje más hermoso que el de mi cama con tu cuerpo tendido sin ropa, tus ojos cerrados y la nube de pestañas rizadas extendidas para extasiarme, tus labios entreabiertos, listos a la entrega silenciosa de un beso, tu barba escasa de algunos días, el senderito electrizante de tus vellos descendiendo desde el ombligo y una relajación de total abandono. ¿Para qué más? Cuántos lo hubieran dado todo por contemplar un paisaje como el que describo. Sin duda lo hubieran inmortalizado a su manera Da Vinci, Miguel Ángel, Boticceli, Wilde, Verlaine, Rimbaud... ¡Tantos personajes grandiosos de la historia, con sentimientos similares a los nuestros! Si bien aquella noche no podía verte con los ojos, sí podía hacerlo con mis manos...

CONTINUARÁ...

 

6 comentarios

oscar Wilde -

He tenido la grán fortuna de leer al Señor Eriberto Martinez en Colombia.
Me siento alagado al encontrar sus escritos tan finamente elaborados, transportandonos al màs alla.
Sigue escribiendo Amigo, colmanos de placer infinito.

DIVINIDAD -

TU!! BIENVENID@!! PUES YA LO VERAS....

DIVINIDAD -

EXTASIS AZUL BIENVENIDA AL OLIMPO DEL SER Y ESTAR!! REGIAS PALABRAS, TENIAN QUE SER DE UNA DIOSA SEXUAL!!!

EROS: BIENVENIDO AL OLIMPO!! NO SOLO EL TACTO, TAMBIEN TODO AQUELLO QUE HAGAN SENTIR IMPULSOS A TUS SENTIDOS, COMO LO DIRIA CEREZA!! GRACIAS...

Yo -

Buen relato, esperaré la continuación
Besos
Adios
gracias por la visita

eros -

No hay nada como no dejarnos ver para que apliquemos más sensualidad en la vida íntima... y con eso me refiero a los hombres... mejor quítanos algún sentido para que agudicemos otros que tenemos atrofiados (el tacto, sobre todo)

Gran Blog!

Extasis Azul -

muchas veces los hombres no pueden mirar lo que una mujer tan dada a la intensidad puede ver... y suele ser hasta extraño, pero no lo dejas de ser... cuando los limites de tu mundo te llevan a ver la realidad como poesia o algo inspirador, te sientes bien contigo misma...
me he identificado conntigo... por que me sucedió algo parecido a mi...
un besote y gracias por la visita, estaremos de vuelta ok?